
Es un lugar común en la defensa comercial de la responsabilidad corporativa el enfatizar que las empresas éticas atraen a consumidores con conciencia. Además, que por su énfasis en las personas también tienen más probabilidades de dejar contentos a todos, a los que siguen su conciencia y a los que no. El reverso de esta situación es que el consumidor, con sus decisiones de compra, tiene poder para modificar el comportamiento empresarial hacia un mundo mejor.
En este contexto, se argumenta que tanto la noción como la autocomprensión del consumidor han cambiado. Toffler (The Third Wave, 1980) acuñó el término «prosumer», que significa que las nuevas formas de interacción social posibilitadas por la tecnología están haciendo del consumidor un elemento activo en la relación comercial. No sólo porque se potencia el ‘boca a boca’, sino porque el nuevo consumidor crea contenidos, contribuye a la construcción (o destrucción) de la marca de modo proactivo. Es un pro-sumidor. De modo que, si siempre cada compra contabilizaba como un voto a favor de la empresa, ahora ese voto cuenta n-veces más. En la ampliación del concepto a la esfera de la responsabilidad social nos encontramos con el prosumidor-ciudadano (*), que se vale de las relaciones comerciales para producir cambios políticos y sociales. Es el cuento del prosumidor valiente.
Es cierto que parece que la ética empresarial da dinero. Digo «parece» porque a día de hoy no disponemos de evidencia empírica del todo concluyente. También es cierto que el prosumidor está logrando mejorar situaciones de una manera que hace cincuenta años era impensable. Pero a muchas personas el progreso les parece demasiado lento. Sin embargo, el poder del prosumidor en el discurso de RSC ha adquirido tintes casi míticos. En este post quiero llamar la atención sobre algunas limitaciones insalvables a esta influencia y la necesidad de invertir en enfoques complementarios.
Por un lado, el flujo de información a que está expuesto el prosumidor es ingente e inmanejable a día de hoy. Aparecen tantas causas sociales, hay tanto ‘ruido’, que soy escéptico sobre la posibilidad del consumidor de procesar una parte mínimamente relevante. Además, la mera cantidad tiene el efecto de acortar aún más nuestro período de atención, de por sí limitado. Las cosas caen en olvido en cuanto desaparecen de los medios para ser sustituidas por otras.
Por otro lado, está la mera manipulación de lo que se publica. La sobrecarga de información hace muy difícil comprobar las fuentes o estudiar en detalle una cuestión. Hay fundadas sospechas de que el algoritmo de Google puede orientar los resultados de las búsquedas según una agenda política y económica.
Un estudio reciente (2015) del prestigioso sociólogo Epstein muestra este hecho en el contexto de las primarias estadounidenses. Qué se convierte en o se impulsa como causa relevante manifiesta muchas veces intereses del sector privado. Las mismas empresas que ponen mucha azúcar en los refrescos son las que empujan las bebidas ‘naturales’, con el único objetivo de explotar nichos de mercado diferentes.
Un mismo atentado atrae mucha más atención en París que en Beirut, y casi ninguna si sucede en Sudán. Con frecuencia, la muerte de personas negras aparece en el imaginario social rodeada de un halo de confusión e irracionalidad. Lo cual contribuye a verla, o bien como un fenómeno ‘natural’, o bien como la desaparición de entidades algo menos que humanas. Esto es fruto de la ausencia de información sobre las africanas y africanos.
Además, el tipo de interacción argumentativa de las redes sociales, tal y como acontece hoy, cumple raramente los estándares del debate racional. Sólo basta ver las discusiones generadas en Facebook, en las que datos sacados de contexto o puras mentiras son utilizados como armas arrojadizas entre las partes sin que prácticamente nadie modifique su posición. En relación con ello, el feed basado en intereses que caracteriza las redes sociales tiene el efecto de generar una burbuja alrededor del consumidor de información que lo aísla de otras perspectivas, anulando la posibilidad de diálogo. En mi opinión esto contiene el germen del efecto más perverso de las redes sociales.
Aún en el caso de que, tras mucho esfuerzo y tesón, estemos informados medianamente e involucrados de modo activo en el cambio, en la mayoría de las cosas que importan somos prosumidores ‘cautivos’. El 95% de los smartphones utilizan minerales, como el coltán, obtenidos de modo criminal (ver Coltán, comercio sangriento). No mucha gente lo sabe. El relativamente escaso número de los que son conscientes no pueden hacer mucho, salvo dejar de utilizar el móvil. Pero esto no es viable. Lo mismo pasa con muchas otras industrias, cuyos productos no podemos evitar consumir con grandes y variados impactos negativos: la comida que llega a nuestra mesa, el combustible que empuja nuestros coches, etc.
El caso del coltán y los conflict minerals es especialmente ilustrativo porque en él se dan las condiciones para que ya hubiera habido cambios significativos. Es una cuestión de la que se lleva casi 30 años informando y trabajando a nivel de activismo social (la guerra de Ruanda entre hutus y tutsis del 94 fue una guerra por el coltán). Existe una coalición de la industria tecnológica, que empezó liderada por Nokia, para erradicarlo con un ambicioso programa que incluye la trazabilidad de los minerales hasta su fuente. Desde 2010, en EEUU las empresas cotizadas están obligadas a realizar la debida diligencia sobre la proveniencia de los minerales que usan. ¿El resultado? En efecto: muy poco ha cambiado.
Creo verdaderamente que estamos en el camino. Estamos logrando algunas, quizá muchas victorias. Pero la misma tecnología y globalización que son nuestra grandeza hoy, son al mismo tiempo nuestra maldición. Hay problemas reales (empezando por la cuestión del manejo individual de infinitos volúmenes de información) que no sabemos cómo vamos a solucionar, si es que tienen solución. Algunos autores sostienen, desde una perspectiva crítica, que el énfasis y la responsabilización del consumidor es la mejor estrategia para que nada cambie. Necesitamos enfoques complementarios.
Uno posible no es especialmente novedoso: hacer más fuerte y eficiente el poder legislativo y judicial, incluyendo tratados vinculantes a nivel internacional, que consideren las empresas sujetas al derecho internacional. En octubre de 2015 se inició en la ONU, a petición de Ecuador y Sudáfrica, este proceso en el contexto del respeto a los derechos humanos.
Otra posible línea: más inversión de la esfera pública en mecanismos de auditoría y control. Nótese que digo ‘esfera pública’, ya que estas iniciativas no tienen por qué ser estatales aunque sean apoyadas por el Estado. Se puede establecer mecanismos de financiación de organizaciones de la sociedad civil, darles más recursos para que realicen su función de ‘perro guardián’. Veo esto como una necesidad porque solo los Estados tienen la capacidad de canalizar, o permitir canalizar, ingentes recursos económicos procedentes del conjunto de los ciudadanos.
Tenga la forma que tenga, una recuperación del papel de las instituciones como promotoras del bien común es clave, porque es un hecho que las empresas persiguen un interés privado. Creo que esto es solo una de las posibles formas en que las empresas podrían actuar, pero a día de hoy responde a una asunción generalizada y acrítica. El partisanismo del prosumidor valiente necesita el apoyo de un ejército organizado.
(*) La descripción del «prosumidor-ciudadano» en este post se basa un artículo que he tenido la oportunidad de revisar recientemente. Al ser la revisión anónima por exigencias del proceso de publicación, es necesario esperar a que este acabe para dar todo el crédito al autor@.
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