
Que la Responsabilidad SOCIAL Corporativa era una iniciativa voluntaria se convirtió en un mantra que durante unos años se invocaba interesadamente por ciertos lobbies para evitar una regulación probable, o por el desconocimiento de algunos menos sobre el verdadero alcance del panorama multifocal de riesgos a los que nos enfrentábamos.
La metástasis de códigos voluntarios durante los años 70-90, en plena construcción de los cimientos teóricos de la RSC,- a la que todavía hoy asistimos- es buena muestra de la necesidad por parte de estos grupos, de tomar partido de forma anticipada y ganar algo de tiempo, ante una realidad con consecuencias dramáticas en el orden económico (ej. las crisis de cultura corporativa), social (desigualdad) y medioambiental (cambio climático),- los aspectos ASG-, acabaría imponiéndose por la fuerza de los acontecimientos.
Una vez constatado el fracaso de los códigos y la voluntariedad, las tensiones sobre la preeminencia de los valores colectivos frente a los individuales y la libertad de empresa, se trasladan al terreno jurídico y judicial.
Las recientes sentencias del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo para los casos del fracking, de la interrupción del servicio de luz y gas, y de los desahucios, no sólo ponen en evidencia la instrumentación política de la justicia, sino que revelan en algunos estamentos jurídicos y en parte del empresariado y de la sociedad civil, una falta de cultura sobre lo social, sobre la preeminencia de los valores colectivos frente a los individuales, tan anacrónica que asusta.
Gracias a la sensibilidad de algunos magistrados y a la palmarias contradicciones jurídicas que evidencian algunos de estos fallos – véase aquí en Agora, el caso de la responsabilidad penal de las personas jurídicas o a las recientes críticas del Tribunal Supremo a las reformas de la Justicia Universal- seguiremos hablando de estos temas en un futuro cercano y con una puerta abierta a previsibles cambios legislativos y de opinión.
En la primera de las sentencias que comentamos, el Tribunal Constitucional declara inconstitucional la normativa catalana que prohíbe el fracking en su territorio. La sentencia señala que según la normativa estatal “la fracturación hidráulica como tecnología debe utilizarse siempre que el proyecto cumpla determinados requisitos de carácter técnico y medioambiental”; mientras que la ley autonómica “la contempla en sentido inverso como tecnología que debe prohibirse por sus posibles efectos perjudiciales ante cualquiera de las múltiples circunstancias enunciadas”. Es decir, la norma impugnada “da pie a una interpretación manifiestamente contraria a la legislación básica estatal” pues el “fracking” “queda prohibido con carácter absoluto en el territorio de Cataluña siempre que su utilización concierna cualquier ‘ámbito competencial’ de la Generalitat”.
Hasta ahora, los criterios de jerarquía y de competencias administrativas han basado estrictamente las relaciones económicas sociales y medioambientales. Ahora bien, ¿cabe modular este principio en aras de una correcta valoración de los intereses sociales, económicos y medioambientales en juego y más concretamente, que afecten directamente a un territorio autonómico? ¿Va eso en contra de la unidad de mercado o se trata por el contrario de una valoración justa de las particulares circunstancias de cada territorio y cada comunidad?
Ciertamente, la normativa catalana debería haber hilado un poco más fino y haber puesto el foco en la “valoración de impacto” más que en una prohibición absoluta, pero sin duda, tal como afirman en voto particular la Vicepresidenta del Tribunal y el Magistrado Francisco Valdés, la sentencia debería haber ponderado “los intereses eventualmente afectados por la concurrencia competencial sobre el mismo espacio físico, sin imponer la subordinación de unos a otros”.
En otra sentencia, el Pleno del Tribunal Constitucional ha estimado parcialmente el recurso del Gobierno contra el decreto de julio de 2010 que aprobó el Código de Consumo de Cataluña. El TC considera inconstitucional que las compañías suministradoras corten, por impago de las facturas, la electricidad y el gas a las personas en situación de vulnerabilidad económica, lo que invade la competencia estatal en materia de régimen energético. La sentencia afirma que la norma contraviene también la legislación del Estado en lo que se refiere a la protección de los consumidores vulnerables, que consiste en la financiación de parte del precio del suministro.
El Código de Consumo de Cataluña establece que, en el supuesto en que se produzca el impago de facturas, las compañías no podrán interrumpir el suministro a las personas en situación de vulnerabilidad económica y a determinadas unidades familiares; asimismo, deberán aplazar o fraccionar la deuda pendiente. ¿Intervencionismo, atentado a la libertad de empresa justificado en un conflicto de competencias?
La normativa europea (Directivas 2009/72/CE y 2009/73/CE), exige a los Estados miembros la adopción de medidas para proteger a los consumidores vulnerables y que, para cumplir ese objetivo, fija también obligaciones a los comercializadores de electricidad y gas. Sin embargo, según el TC, al incorporar ambas directivas al ordenamiento jurídico estatal -en concreto a la Ley del Sector Eléctrico (LSE) y a la Ley del Sector de los Hidrocarburos (LSH)-, el Estado ha optado “por la protección del consumidor vulnerable mediante un sistema de bonificación a través de la financiación de parte del precio del suministro de la electricidad y del gas y no mediante el establecimiento de prohibiciones de desconexión del suministro respecto a dichos clientes en períodos críticos, o en otros”. Según, el TC, esta regulación se proyecta sobre todo el territorio nacional y supone una “clara opción” por un modelo de protección del consumidor vulnerable diferente a otros modelos que, “siendo igualmente legítimos, como la prohibición de desconexión, también pudieran garantizar el suministro a dicho colectivo”.
¿Es esta justificación suficiente y sobre todo, excluyente de la intervención autonómica que mejora las condiciones para la población vulnerable? ¿Cabe modular la competencia estatal en casos de urgencia, extrema necesidad o vulnerabilidad social, o haciendo una interpretación transversal con otro tipo de competencias autonómicas concurrentes, como empleo, sanidad, o bienestar social?
Según el TC, la competencia regulatoria corresponde al Estado, en unos sectores determinantes “para el conjunto de la economía y para la totalidad de los otros sectores económicos y la vida cotidiana” y señala que la reforma recurrida incumple las normas estatales al “imponer a las empresas comercializadoras el suministro de electricidad y gas pese al impago”, lo que supone el establecimiento de una prohibición que es “incompatible con las previsiones básicas, que optan por un diseño de protección del consumidor vulnerable a través de una tarifa reducida obligatoria para las empresas comercializadoras.” ¿Hay una única opción protectora? ¿Que prima, el Estado de Derecho o el Estado social?
Nuevamente, esta sentencia tiene votos particulares (en este caso, tres). Los magistrados Asua y Valdés afirman que el TC debió desestimar en su integridad el recurso porque las normas estatales no contienen una regulación específica dirigida a proteger a los clientes vulnerables frente a la pobreza energética en los términos exigidos por la UE, permitiendo a las comunidades autónomas otros regímenes específicos. Del mismo modo, consideran que al regular un sistema de bonificación del precio de la electricidad, la ley estatal no expresa pronunciamiento alguno sobre la voluntad de excluir cualquier mecanismo de suspensión de la desconexión del suministro a consumidores vulnerables en periodos críticos.
Afinando un poco más, el Magistrado Xiol considera que la norma impugnada no contraviene la legislación estatal porque “hay una renuncia expresa a establecer ese desarrollo normativo por parte del Estado” y además la materia regulada por el Decreto-ley impugnado no es el régimen energético sino la protección a los consumidores más vulnerables, por lo que estamos ante una norma de contenido social.
Finalmente, en el Consejo de Ministros del pasado viernes 29 de abril, el Gobierno decidió recurrir “aspectos procesales” de la ley catalana 24/2015 contra los desahucios y la pobreza energética (ley de medidas urgentes para afrontar la emergencia en el ámbito de la vivienda y la pobreza energética). Se impugna no toda la ley, sino dos de los artículos relativos a paliar la emergencia social: el que recoge medidas de segunda oportunidad para los hogares endeudados y el de la cesión obligatoria de los pisos vacíos por parte de los grandes tenedores de vivienda, apelando a la igualdad de todos los españoles y entre otros, a los “aspectos civiles” que afectan al derecho a la propiedad, “que tiene que ser igual para todos los españoles”.
Al igual que la “S” de RSC, las claúsulas sociales y la responsabilidad fiscal no son ya cuestiones de regulación si/regulación no, de voluntariedad de la RSC o de cumplimiento legal. Son cuestiones de justicia redistributiva, de entendimiento de una realidad donde los recursos son finitos y la generación de riqueza tiene como destinatario a toda la sociedad, y no a unos pocos.
A estas sentencias tenemos que unir las recientes declaraciones del Presidente de la Patronal de Valencia (CEV), Salvador Navarro, que considera discriminatorias y contrarias a la unidad de mercado, la imposición de cláusulas sociales “excluyentes” para las empresas que aspiren a hacerse con contratos públicos. Un umbral mínimo de condiciones para la consecución de fines sociales, amén de estar recogidas en el Derecho Comunitario, ¿no entran dentro del concepto de Workable competition del Derecho Comunitario? ¿Acaso no cabe considerar como una evolución de este concepto, la competencia concurrente de las Administraciones públicas y entidades privadas para la consecución de objetivos sociales en entornos cada vez más complejos? ¿Está la distribución de competencias subordinada al Estado social de Derecho del art. 1.1. de la Constitución o al revés?
El Estado social trata de dar al Estado de Derecho un contenido económico y social, de realizar en el marco del Estado de Derecho un nuevo orden laboral y de distribución de bienes. Un poder gestor y distribuidor que extiende las políticas públicas al ámbito de la educación, la sanidad o la seguridad social, al mundo laboral, al urbanismo y la vivienda, o al medio ambiente, o a los ciudadanos que más la necesitan[1].
¿Cuál ha de ser el papel de la empresa en este nuevo contexto? Los Objetivos de Desarrollo Sostenible parece que lo tienen claro. Seamos realistas, ganemos tiempo y cojamos el toro por los cuernos interpretando las leyes no sólo en sentido literal, sino con sentido de la realidad y para el fin para el que fueron hechas.
[1] Después se desarrolla en todo el texto constitucional, pero especialmente en los Títulos I («De los derechos y deberes fundamentales») y VIII («Economía y Hacienda»). Entre los más significativos cabe apuntar la función social de la propiedad (art. 33.2 CE) y la subordinación de la riqueza del país al interés general (art. 128.1 CE); la promoción del progreso social y económico y una distribución de la renta regional y personal más equitativa (art. 40 CE); la promoción de la participación en las empresas y del cooperativismo (art. 129 CE); la protección social, económica y jurídica de la familia (art. 39 CE), de los niños (art. 39.4 CE), de los emigrantes (art. 42 CE) o de los disminuidos (art. 49 CE); la protección y tutela de la salud (art. 43 CE), de la cultura y de la investigación científica y técnica (art. 44 CE), el medio ambiente (art. 45 CE), el patrimonio histórico y artístico (art. 46 CE) o el urbanismo (art. 47 CE).
Imagen: Javi en Flickr
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