
En el pasado editorial «Programas sostenibles, ciudadanía consciente. La RSC en la agenda electoral» lanzábamos desde AgoraRSC una campaña, cuyos resultados publicaremos antes de las elecciones municipales, para evaluar el grado de compromiso de los programas electorales con el desarrollo sostenible.
Los partidos tienen en sus equipos economistas reputados y asesores expertos que diseñan el programa conciliando el ideario del partido y la atención a las demandas del electorado, pero objetábamos que
la falta de visibilidad de objetivos de sostenibilidad en estos programas era un obstáculo para la educación de una ciudadanía responsable y para su posterior implantación en objetivos concretos de políticas públicas.
El pasado 14 de abril se aprobó por el Parlamento Francés la ley sobre Nuevos Indicadores de riqueza en la definición de políticas públicas, a iniciativa de la diputada ecologista francesa Eva Sas.
Lo primero que puede llamar la atención de la ley francesa es su único artículo, que obliga al Gobierno a publicar un informe anual sobre la evolución de indicadores complementarios al Producto Interior Bruto (PIB) en materia de desigualdad, de calidad de vida y de desarrollo sostenible. La ley pretende también evaluar el impacto de la ley de presupuestos sobre estos indicadores. Los indicadores serán desarrollados durante el mes siguiente a la publicación de la ley y serán sometidos a debate público, al igual que el informe anual en la Asamblea Nacional Francesa.
Puede parecer por tanto, un marco programático más, pero en el fondo es una iniciativa avanzada y ambiciosa. Es ambiciosa porque supone la inserción en las políticas públicas de indicadores sobre “otro modelo de desarrollo”: el objetivo esencial de esta ley es que el gobierno prepare sus proyectos de presupuesto y proyectos de ley teniendo en cuenta su impacto sobre los nuevos indicadores de riqueza, al mismo nivel que se concede al PIB.
El debate sobre la relación entre desarrollo y crecimiento no es ni mucho menos nuevo, pero los últimos años han puesto de manifiesto un desajuste cada vez mayor entre el sentir de los ciudadanos y los dictados del PIB. Hay consenso sobre el hecho de que la supuesta salida de la crisis se está haciendo a costa de un aumento de la desigualdad, de la quiebra de los sistemas de protección social, y de la precariedad crónica del empleo. Han sido el decrecimiento estructural del PIB y la gran brecha de desigualdad, las que nos han devuelto la lucidez sobre la utilidad y la oportunidad del PIB como índice de desarrollo.
Entretanto se han ido abriendo paso indicadores alternativos como el Coeficiente de Gini, el Indice de Atkinson, el Índice de Desarrollo Humano, el Indice de Bienestar Económico Sostenible, el Indice de progreso genuino o IPG; el Indice Prescott-Allen, la huella ecológica; el Gross Nacional Happiness (GHN) por citar algunos. Pero es preciso dar un paso más. Los indicadores medioambientales y sociales no terminan de integrarse en las políticas públicas, desequilibrando una vez más, el bienestar de los ciudadanos y de las generaciones futuras a costa de los objetivos cortoplacistas: la escasa e ineficaz tradición de trabajo interdepartamental entre ministerios y la estrecha visión transversal de las políticas hacían el resto.
El antecedente más directo en Francia sobre este debate nos lleva a siete años atrás, cuando en febrero de 2008, Nicolás Sarkozy encargó la creación de una Comisión para identificar los límites del PIB. La Comisión Stiglitz-Sen-Fitoussi, presidida por el premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, publicó su informe final el 14 de septiembre de 2009. El informe medía el bienestar en lugar del PIB en base a la salud, educación, ingresos, el consumo y el patrimonio, condiciones ambientales, relaciones sociales o la participación en la vida política. Más recientemente, el Iddri publicaría en octubre de 2014 un informe sobre el empleo de indicadores complementarios al PIB en algunos países pioneros como Bélgica, Reino Unido y Alemania: “« Les nouveaux indicateurs de prospérité : pour quoi faire ? ».
Los indicadores complementarios de riqueza ecológica y social son esenciales para la definición de otro modelo de desarrollo.El tótem del PIB ha marginado los objetivos reales y “vividos” de los ciudadanos, que no se miden solamente por el PIB sino por la creación de empleos estables, la reducción de la desigualdad y la pobreza, la integración social de discapacitados, la reducción de la huella de carbono, conservación de la biodiversidad, o la mejora de la esperanza de vida y de la salud.
Corresponde a la RSC plantear las incoherencias del crecimiento sin desarrollo y proponer alternativas para el desarrollo sin crecimiento. El PIB presenta demasiadas fallas que hay que corregir. No contabiliza por ejemplo, las externalidades negativas y en algunos casos, como la contaminación, los desastres naturales o los accidentes de tráfico, pueden contar positivamente si son capaces de generar negocio (por ejemplo en el caso de los accidentes de tráfico, a través de funerarias, aseguradoras, médicos, mecánicos, etc.); no contabiliza actividades no monetarias que surgirán de la economía colaborativa, ni tampoco la mejora de la calidad de los productos o su durabilidad – mientras que la “mala calidad de los productos” contabiliza positivamente-. Se excluyen también la distribución de riqueza entre la sociedad, la esperanza de vida, el nivel educativo, o la huella ecológica de una sociedad.
El papel de la RSC ha de elevarse pues, a las políticas públicas. La integración a nivel macroeconómico de variables como las externalidades medioambientales o la buena gobernanza, ofrecerá sin duda incentivos para que gobiernos, empresas e individuos evolucionen en el mismo sentido.
La cuestión sería de nuevo, tan difícil como sencilla: – buscar consenso para establecer un conjunto mínimo de indicadores obligatorios,
– indicadores comprensivos que sitúen al mismo nivel que el PIB o que permitan una comunicación al mismo nivel entre categorías ponderando objetivos de sostenibilidad,
– e indicadores revisables anualmente.
Pero es que además, la incorporación de estos indicadores a nivel nacional, es más interesante que una medida estandarizada a nivel mundial, como ya se puso de manifiesto en la conferencia de la OCDE “Is happiness measurable and what does measures mean for policy? ”. Según se apuntó allí, resultaba en cierto sentido, un contrasentido, emplear los rankings e índices por países en función de la “felicidad media”; y era más interesante incluir las medidas por grupos de individuos en modelos micronométricos que evaluasen el impacto de políticas específicas como por ejemplo, la política de empleo o políticas fiscales.
Del mismo modo, se aumentaría la legitimidad de las políticas públicas. Los procesos consultivos necesarios para establecer los indicadores sectoriales y las dimensiones subjetivas, no sólo aportarían mayor credibilidad al proceso sino que mejorarían la calidad de la gobernanza de las sociedades. En el Reino Unido, se lleva trabajando mucho tiempo en esta dirección y hay iniciativas en marcha en Bélgica, en alguna región francesa, en Nueva Zelanda, en Australia y en Alemania.
El próximo editorial veremos si nuestros partidos políticos son receptivos a esta necesidad.
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