
José Ángel Moreno*
31 de marzo de 2019
Afortunadamente, aumentan en la actualidad las muestras de que se está reabriendo el debate sobre la necesidad de avanzar hacia la democratización de la empresa, sobre todo de la de gran dimensión (ver aquí). Y ello tanto en la arena política como en la académica. Bienvenidas sean.
Es un debate que se centra cada vez más en la necesidad de regular legalmente la apertura del gobierno corporativo a representantes de partes interesadas ajenas al accionariado o a los altos directivos y en el que algunos defensores (fundamentalmentalmente en las filas del sindicalismo) hacen especial hincapié en la prioridad de la participación de los trabajadores, como vía esencial de democratización empresarial (un buen ejemplo puede encontrarse en un reciente y muy interesante artículo de Bruno Estrada (“Repensar la economía desde la democracia”): paso imprescindible, a su vez, para profundizar en la democratización general de la sociedad (al margen de que – como también señala el autor- puede tener virtualidades adicionales nada despreciables para la sostenibildad y la fortaleza de la economía y de las propias empresas).
Es algo para lo que existen diferentes posibilidades y ya abundantes experiencias (que Bruno Estrada apunta muy bien en su artículo) y que, como él señala, “marcan un camino que España está obligada a desarrollar”. En todo coincido plenamente; muy especialmente en lo que respecta a la participación laboral en el sistema de gobierno empresarial, que es la participación verdaderamente significativa, en la que los trabajadores asumen una responsabilidad efectiva en los procesos de decisión y control al máximo nivel de la actividad empresarial (lo que, desde luego, no siempre se consigue con la simple participación en el capital).
Creo, más bien, que la democratización empresarial es un concepto sustancialmente más amplio, que tiene otras dimensiones y que debe abarcar no sólo la participación en el sistema de gobierno de los trabajadores, sino también la de todos los restantes agentes que contribuyen de forma decisiva en su actividad y que resultan afectados de forma significativamente por ella. Aunque, ciertamente, no todos deban participar en la misma medida, porque no todos contribuyen en la misma proporción a la generación de valor y soportan los mismos costes. Más todavía, la democratización tampoco puede limitarse sólo a un gobierno más participativo, sino que tiene que extenderse a todas las dimensiones, vertientes y áreas de la empresa. Pero para no dispersarme más de la cuenta, me centro en esta nota en el ámbito del gobierno de la empresa.
Y me refiero fundamentalmente a las grandes corporaciones. Ante todo, porque los problemas -cada vez mayores- que éstas plantean no sólo afectan a sus empleados, sino que se extienden a muchas otras vertientes que afectan crecientemente a otras partes interesadas: derechos humanos, condiciones de trabajo en suministradores, subcontratistas y cadena de valor, productos nocivos para la salud y el medio ambiente, comunidades locales en las que se ubican (ellas o empresas de ellas dependientes), extensión de la corrupción, condicionamiento rampante de los valores sociales, intermediación política, deterioro de la democracia… Consecuentemente, la noción de democracia en la empresa no puede tampoco limitarse a una mayor participación de sus empleados en el gobierno y en la gestión, sino que debe extenderse a la atención de la voz, de las demandas y de los criterios de los sectores más afectados por esos problemas; sectores que no pueden ser representados sólo por los representantes de los trabajadores.
Se trata, por otra parte, de una concepción respaldada por los más consistentes argumentos económicos que defienden una visión participativa de la empresa. Como he insistido más de una vez (ver, por ejemplo, aquí y aquí), son argumentos consolidados al calor de la crítica de los sofisticados intentos de la teoría económica dominante para justificar y legitimar la soberanía de los accionistas en el gobierno corporativo. Intentos que pueden resumirse en la pretensión de que los accionistas son agentes en los que concurren (exclusiva o muy destacadamente) las siguientes características: soportar contratos incompletos (los que no cubren todas las posibles vicisitudes de la relación contratada), realizar inversiones específicas (las que pierden parte de su valor en otros destinos) y asumir riesgos residuales (los derivados de una mal funcionamiento de la empresa, y en el límite, de su quiebra). (Para una explicación más detallada sobre todo ello puede verse el primero de los artículos citados pocas líneas más arriba ). Características que les convierten en un agente excepcional en la empresa: el actor absolutamente nuclear en su creación y funcionamiento. Pero son características que una corriente crítica crecientemente firme ha demostrado ya cumplidamente que no son exclusivas de los accionistas. Muy al contrario, las comparten en medida tan importante como ellos muchos otros agentes: todos aquellos participantes en la empresa que invierten en ella en capital físico, humano, cognoscitivo, informacional, relacional, legal o ambiental o que contribuyen a la reducción de costes empresariales básicos. Todos ellos conforman el “capital colectivo” de la empresa al que se refiere Bruno Estrada.
Agentes diversos, pero que comparten un rasgo común: ser -junto a los accionistas- las principales partes implicadas en y afectadas por la actividad empresarial: empleados, por supuesto; pero también clientes y proveedores estratégicos o subordinados -que dependen en buena medida de la empresa en cuestión y cuya estructura productiva está fuertemente condicionada por ella, desarrollando inversiones directamente relacionadas con ella y asumiendo en consecuencia riesgos evidentes-; otros clientes muy dependientes en sus compras de la empresa y cooptados por ella; determinadas administraciones públicas que han concedido apoyos básicos a la empresa -que son inversiones en ella, a menudo fuertemente específicas-; incluso colectivos severamente afectados por externalidades negativas de la empresa, que ésta no compensa y que, por tanto, están contribuyendo involuntaria y gratuitamente al abaratamiento de los costes productivos -y que, en esa medida, están haciendo una suerte de inversión absolutamente específica en ella-. En consecuencia, actores tan vitales para la empresa como los accionistas, esenciales para la generación de valor, que asumen riesgos residuales y que realizan inversiones específicas y cuyos contratos con la empresa -a veces inexistentes- tampoco pueden considerarse de ninguna forma completos. Agentes, por tanto, con derechos tan legítimos como los accionistas para participar en el gobierno de la empresa.
No hay razones económicas, por tanto, para considerar que deban ser los trabajadores los únicos actores que, aparte de los accionistas, deban intervenir en el gobierno de la empresa. Por eso, son muchos los defensores de la idea de que la democracia en la empresa debe ser una “democracia de los stakeholders” (perdón por el palabro: de los partícipes) y no sólo de los empleados, aunque desde luego el papel de éstos pueda y deba ser mucho más relevante y decisorio que el de otros agentes.
Algo a lo que hay que añadir otra línea de argumentación. Frente a las evidentes (y ya muy documentadas) distorsiones que genera el gobierno de los accionistas (frecuentemente instrumentalizado por los altos directivos en su interés), derivadas de la obsesión cortoplacista que genera y de la ausencia de controles eficaces frente a su poder omnímodo, los defensores de la democracia empresarial sugieren que la mejor forma de evitar (o, al menos, mitigar) buena parte de esas distorsiones consiste en establecer un sistema equilibrado de poderes compensadores: un sistema que posibilitaría no sólo un control general más eficaz y una mayor garantía de protección frente a riesgos, sino una mayor implicación en el proyecto empresarial de todos los partícipes (es decir, un mayor incentivo a que todos ellos realicen inversiones específicas en él). Y a estos efectos, probablemente ningún sistema mejor que la participación en el gobierno y en el control de la empresa de todos los agentes esenciales en su actividad. Diferentes poderes que a muchos nos parecen imprescindibles para que la empresa aspire realmente al óptimo valor compartido de todos ellos y a minimizar los costes y las externalidades negativas que pueda provocarlos. Y que deben estar adecuadamente equilibrados para que ninguno de ellos tenga suficiente peso como para que pueda sesgar la gestión en beneficio de sus intereses particulares, lo que inevitablemente implica el detrimento de los intereses de los demás agentes.
Un sistema, desde luego, que presenta muchos problemas (el fundamental, el criterio de selección de los agentes que deben participar y la forma en que cada uno debe hacerlo), pero que, en mi opinión, tiene todas las justificaciones: tanto en términos morales (con el mismo fundamento en que se asienta el sistema democrático a nivel social: la participación de todos los implicados/afectados, que deben ser entendidos como sujetos activos y no como simples súbditos/instrumentos) como en términos económicos: porque garantiza mejor los derechos legítimos de todos los partícipes y porque ente ser una palanca para avanzar paulatinamente hacia una concepción más amplia de la democracia empresarial. Ni, por supuesto, tiene por qué implicar tampoco un intento de minusvalorar el poder -ni la conflictividad- sindical en la empresa (ver al respecto https://democraciaeconomicablog.wordpress.com/2019/03/18/consejos-de-pwc-a-la-patronal-vasca-acabar-con-el-sindicalismo/), que en la PxDE entendemos como un pilar insustituible de la democracia empresarial, sin el que ésta no puede tener sentido.
Imagen: Plataforma por la Democracia Económica
* Miembro de Economistas sin Fronteras, Plataforma por la Democracia Económica y Observatorio de RSC. Artículo publicado previamente con algunas variantes en http://www.democraciaeconomica.es/